Cada día me
interesa menos sentenciar; a ser juez de las cosas, voy prefiriendo ser su
amante.
José Ortega y Gasset
No hay régimen, autoridad,
ley u orden que pueda librarse de ser juzgado por nuestra conciencia. Es
irrelevante que, con tono sacerdotal, los creadores de una norma defiendan su
perfección; la falibilidad del hombre se ha obstinado en acompañarnos desde
siempre. Sucede que nada de lo gestado hasta el momento puede estimarse
impecable. Corresponde anotar que, al lanzar este dictamen, no desacredito,
como muchos meditadores del posmodernismo, el concepto de progreso. Yo pienso
que hubo avances, adelantos, cambios favorables al individuo y su libertad. El
punto es que todas las grandes obras humanas son, a lo sumo, perfectibles. En
este sentido, aunque las reglas de Solón, Justiniano o cualquier otro legislador
hayan sido más que comprensibles, ninguna estaba exenta del cuestionamiento.
Todo sujeto, peor aún si tenía el deber de cumplir un mandato, podía llevar a
cabo ese análisis.
El derecho que tiene una persona a considerar, en términos morales, las
leyes no debe ser negado por ningún Estado, salvo cuando éste busque una
calificación infame. Solamente los experimentos que tienden a la opresión,
individual o colectiva, se oponen a su vigencia. Pocas cosas tan sensatas como
brindar esta posibilidad a quienes se impone la obligación de cumplir aquellos
dictados. Obrando de este modo, el fortalecimiento del compromiso ciudadano
resulta favorecido. Encontrando razonable su establecimiento, así como los
objetivos que perseguiría, una disposición puede merecer aun la estima del
prójimo. Sin duda, no es insustancial tratar de que nuestros valores,
principios e ideales coincidan con las prescripciones fijadas por un régimen.
Lo que se procura es, en suma, la instauración de un orden justo, una realidad
merecedora del amparo.
Pero la crítica ética del derecho no es lo único que puede hacer el
ciudadano. Tal como, cuando habla de la justicia política, ha explicado Otfried
Höffe, esos cuestionamientos pueden ser también formulados ante otras
dimensiones del poder. Así, sería factible censurar las actuaciones
gubernamentales más allá de lo establecido por ley. Porque un representante de
la ciudadanía puede respetar las normas, pero, asimismo, incurrir en
imbecilidades del peor tipo, agraviando moralmente a los demás mortales. No
basta, pues, que alguien se jacte de no perpetrar delitos; pese a ello, sus
decisiones pueden todavía originar reprobaciones del todo legítimas. Por consiguiente,
no habría tribunales encargados de su procesamiento en ese ámbito. Los llamados
a emitir tales dictámenes serían sujetos que rechazan la indecencia.
Es imprescindible que sometamos al Estado, sus normas, estructuras y
autoridades, sin importar el nivel jerárquico, a esa crítica fundada en la
ética. Olvidemos las rígidas tonterías del positivismo, al igual que los
relativismos apadrinados por el historicismo. Parece acertado apostar por juicios
que rebasen esas fronteras, amigas de un orden sin fundamento trascendente. No
existe otra vía que posibilite la legitimación del sistema en el cual, por
suerte o desventura, nos encontramos. Conviene precisar que, si se notan
anomalías al respecto, habrá la necesidad de promover su eliminación. Es que un
individuo no debe limitarse a lanzar sentencias en esa materia; será igualmente
imperativa su acción para terminar con los problemas de inmoralidad política.
Por lo tanto, el desafío es no quedarse en la identificación de injusticias. La
transformación que se requiere para mejorar el ejercicio del poder nos deja este
deber.
Nota pictórica. El conjuro es una obra que pertenece a
José Villegas Cordero (1844-1921).
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