No pretendimos que nuestra
agencia de defensa común nos debiera «gobernar» del mismo modo que no se
pretende que el guardián de una fábrica actúe como el gerente general de la
empresa.
Leonard
E. Read
En La República, Platón concibe una utopía
que serviría para organizar las sociedades humanas. En su Estado, supuestamente
perfecto, se distinguen tres clases: sabios, cuya misión es gobernar;
guerreros, llamados a defender el cuerpo social; por último, artesanos y
agricultores, que debían ocuparse de su alimentación. Por consiguiente, según
esa propuesta, los hombres de armas no gobiernan, pues ello incumbe a quienes son
filósofos. Sin embargo, durante todas las épocas, esos protectores del orden
han cedido a la tentación de influir, por su cuenta o gracias a terceros, incluso
mediante códigos y costumbres, en los asuntos del Gobierno. Todavía hoy,
tiempo favorable a la censura de sus aventuras políticas, puede percibirse el valor
que se les concede. El temor a su insubordinación, así como la intención de
usarla para silenciar las críticas, otorgan a esa casta un trato privilegiado.
Es verdad que, para contribuir a su bienestar, se alega la eventualidad de afrontar
conflictos bélicos. Tal vez, mientras se materialice la idea de una fuerza
mundial, pueda valer el argumento en países donde los ciudadanos no sean
maltratados por esos efectivos. En naciones que ofrecen una realidad distinta,
propiciar su presencia equivale a incrementar el riesgo de un uso opresivo del
poder. Hasta la extenuación, hemos experimentado el infortunio de asociar
sables con autocracias. Frente a la reiteración del absurdo, no es un exceso reconocer
una tradición que amenaza con ser inmortal.
Esa tendencia que
alienta la intervención, mayor o desmedida, práctica y aun teórica, de los
hombres armados en política se conoce como militarismo. El término se
usó, por primera vez, en Francia, para denunciar el régimen de Napoleón III,
ese sujeto que cedió a las ambiciones imperialistas. Se criticó entonces el
predominio de militares sobre civiles, los que debían admitir la dirección de
esa clase y, además, financiar su sostenimiento; con absoluta razón, era
rechazado su tutelaje. Con el paso de los siglos, las modalidades de su
participación han variado. Sucede que, al margen de su ejercicio directo del
poder –la dictadura de Juan Francisco Velasco Alvarado es un ejemplo en Latinoamérica–,
hay colaboraciones con regímenes civiles que reflejan su importancia. Así, para
la conquista, mantenimiento y recuperación del mando gubernamental, el papel de
las fuerzas armadas puede resultar muy apreciable. Esto se hace patente cuando
deben auxiliar a gobernantes que ocasionan un rechazo masivo y contestatario de
los ciudadanos. En esos casos, sin su terror institucional, la estabilidad que
se precisa para dirigir el Estado sería inviable. El dominio se apuntala con la
marca de una bota. Es arduo imaginar la vigencia del despotismo de Nicolás
Maduro sin que sus agentes hubiesen recurrido a las brutalidades. El servilismo
castrense ha sido para este tirano una fuente de felicidad. Las salvajadas del
presente tienen que aleccionarnos con el objeto de evitar infamias futuras.
En teoría, un
propósito que deben cumplir los militares es contribuir a la consecución de metas
señaladas por las autoridades civiles. Se entiende que habría buena fe en los administradores
del Estado; por ende, tanto legal como cívicamente, correspondería su respaldo.
Por desventura, esto puede significar que, si se limitaran a la subordinación y
el obedecimiento de las directrices del gobernante, no habría ningún
inconveniente en aportar al levantamiento de una tiranía. En este supuesto, el
objetivo sería la obtención del poder total para satisfacer intereses del que
ejerce la primera magistratura. Es también posible que se trabaje a fin de
concretar un proyecto de naturaleza totalitaria. Este peligro podría ser
desvanecido en virtud de la cultura política que tengan militares y ciudadanos.
Lo anoto porque, en muchas ocasiones, son los miembros de la sociedad civil
quienes han solicitado la tutela marcial. Parece que, aunque la sujeción a un señorío
rígido suele ser irritante, muchas personas están dispuestas al sometimiento en
contraprestación del sosiego. Este tipo de actitudes desnuda una insensatez que
se juzga reprochable. Todo aquél que, teniendo sus facultades íntegras, convoca
a un tutor para regirlo motiva el lanzamiento de insultos. Por esas conductas,
el resto de los mortales pierde luego espacios que debían brindarse para
su provecho.
Las pugnas que
enfrentan a asociaciones de civiles pueden causar también esa ominosa
intervención. La falta de racionalidad nos dirige hacia el abismo. No es
extraño que, para consolidar una hegemonía, se use la fuerza de los militares.
Gracias a su intrusión, a menudo desproporcionada, se concluye con una
confrontación política entre dos bandos. Por lo tanto, una de las facciones
triunfaría, haciendo realizable la ejecución de sus planes, programas y demás delirios.
Asimismo, cuando las facciones en disputa son varias, los militares podrían ser
útiles para consagrar a un grupo, con lo que se ganaría estabilidad. El
problema es que, en pos de lograr ese cometido, no se respetan las reglas que
fueron establecidas para precautelar los derechos fundamentales. En
consecuencia, el poder que se afianza depende sólo de la coerción,
dejando de lado otro gran elemento, el sometimiento voluntario a sus
determinaciones. No obstante, habría siempre la posibilidad de que los
opositores al Gobierno recurran al heroísmo y contrarresten esos abusos. Lo
ideal es que actuemos como seres racionales, autónomos, soberanos, resolviendo
esas controversias sin la invocación de ningún gendarme. Apostar por un mundo
libre impone la obligación de reducir, cada vez más, esa injerencia en nuestras
vidas. Reservemos el empleo de la violencia para cuando toque lidiar con los
criminales comunes, sumando a los que nos mortifican en nombre del sistema
democrático.
Nota pictórica. Godoy como general es una obra que
pertenece a Francisco de Goya y
Lucientes (1746–1828).
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