La noción leninista
del poder político es inseparable de la noción de dictadura; esta última, a su
vez, conduce al terror.
Octavio
Paz
Hace poco, un día
después del derrumbamiento de una estatua que tenía en Kiev, Ucrania, Lenin fue
recordado por Álvaro Marcelo García Linera. El vicepresidente de Bolivia, mortal
que combina poses con afectaciones intelectuales, lo evocó cuando disertaba
sobre las nacionalizaciones del Gobierno. Yo no hago referencia a una mera remembranza
del hombre que, como es sabido, promovió la liquidación de quienes se oponían
al régimen comunista en Rusia. Al igual que otros amantes de la izquierda, el mencionado
burócrata podía citar su nombre como cuando, en reiteradas ocasiones, se habla
del verdugo apellidado Guevara. El caso del exguerrillero, sociólogo,
matemático, ensayista y jacobino impenitente debe ser considerado excepcional,
pues hizo más de lo soportable para que no haya dudas en torno a su admiración.
Pasa que, prácticamente, convirtió al abanderado del terrorismo partidario en
una piedra de toque. Todos sus dictados económicos, así como las medidas de
orden político que tomó para subyugar a numerosos ciudadanos, debían
iluminarnos. En su criterio, alimentado por el peor dogmatismo, los
cuestionamientos concluirían al leer las obras completas –según él, sus libros
de cabecera– que llevan la firma de esa bestia del siglo anterior.
Proponer
a una persona como ejemplo es un acto que, para evitar perversiones, el
gobernante debe hacer con mesura. Al señalar a quién se tiene que emular, uno
revela sus predilecciones. Así, un fanático del pacifismo no podría sugerir al
semejante que siguiera los pasos de Napoleón. No es casual que la vida y obra
de algunos sujetos nos resulten fascinantes. Esto quiere decir que, descontando
excepciones, nuestros gustos reflejan el ideal del hombre al cual aspiramos a ser.
Ello tiene que juzgarse normal; lo enfermizo es pretender convertirse en una
copia. Naturalmente, cuando se ejercen funciones importantes dentro de una
sociedad, es probable que la influencia en los demás sea mayor. Esto exige que,
mientras se intente proceder con prudencia, los apasionamientos sean sorteados.
Debe tenerse en cuenta que no faltan los insensatos dispuestos a superar las hecatombes
del pasado. Esa gente es la que aguarda el advenimiento de un ídolo para consagrarse
a la demonización del contrario. Sin embargo, está claro que, cuando se quiere
la multiplicación de corrupciones, no habrá ningún inconveniente en alentar
esas conductas. En ese contexto, alabar a Vladímir Ilich Uliánov es lo apropiado para incentivar la decadencia.
Es
verdad que, como lo intentó Slavoj Žižek hace varios años, alguien podría
cometer la extravagancia de rescatar una faceta desconocida del revolucionario
ya enunciado. No se descarta que, habiendo escrito tantas páginas, unos cuantos
conceptos puedan servir para el debate. Si hasta un estrafalario como Antonio
Negri puede originar discusiones acerca de sus ocurrencias, es viable conceder
esa posibilidad al mortal que depravó a incontables sujetos alrededor del
mundo. El problema es que hay una gran distancia entre estudiar un pensamiento
y, ofuscados por la ideología, negar sus atrocidades prácticas. Es irrebatible
que, como pasó con Nietzsche, las ideas de un individuo pueden ser
tergiversadas, provocando calamidades jamás deseadas por su autor. La situación
de Lenin es distinta. La violencia que desencadenó fue prevista; su clarín no
tenía el propósito de convocar al consenso. No puede concebirse su obra
política sin esa apuesta por el poder que se obtiene mediante la fuerza. Esa
maquinaria que construyó tenía el fin de producir formidables devastaciones. La
serenidad, ese estado en el cual se hallan los que no gustan del sometimiento
ajeno, nunca lo tuvo como tributario.
La
inclinación por el maestro de Stalin, otro connotado representante del
socialismo, no evidencia necesariamente una conexión con Beethoven. Aunque le
conmoviera una de sus piezas musicales, Lenin estará siempre ligado a
instrumentos que fueron forjados para suprimir los obstáculos al ejercicio del
poder. Cuando se lo muestra como un estadista modélico, está convalidándose su
aversión a la democracia, pues debiéramos decantarnos por una dictadura. Asimismo,
salvo que el venerador sea un impostor, se admitiría la urgencia de una pugna
permanente entre los ciudadanos. Habría ricos, empresarios, oligarcas: seres
que justifican cualquier atropello, ya que entorpecerían el ascenso de quienes
se reconocen como miembros de clases populares. Esa devoción desnuda también la
convicción de que, sin un solo partido, los anhelos más elevados serían
irrealizables. Esto deja notar, en resumen, postulados que son impropios de un defensor
del librepensamiento y la democracia. Con seguridad, a veces, no es imprescindible leer todos los textos de adjetivación infernal que haya escrito un intelectual
del oficialismo para entender sus taras. La tolerancia frente a discursos demenciales
facilita la comprensión de cuán severo es el trastorno del prójimo.
Nota pictórica. La
imagen que ilustra el texto fue tomada del siguiente sitio: http://hannibal-ad-portas.blogspot.com/
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