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La desolación de no ser imbécil




Las cosas humanas no andan tan llanas para que lo mejor sea lo que agrade a los más.
Séneca

Una existencia que se consagre a la reflexión, las discusiones y el desenmascaramiento de los errores será pródiga en adversidades. No es un misterio que la tranquilidad suele acompañar a quienes se abstienen de realizar esos quehaceres. La suspensión del esfuerzo de la mente puede abrir el camino que nos conduce a un estado pacífico, sereno, descerebrado. El razonamiento ha privado de variados placeres; son demasiados los momentos que fueron fulminados por su puesta en práctica. Probablemente, numerosos individuos optaron por maldecir el hecho de notar la equivocación, así como descubrir las majaderías que anegan este planeta. Se hubiese preferido la falta de curiosidad, pues, una vez estimulada ésta, su hartazgo resulta imposible. Gracias a su imperio, cada una de nuestras creencias se torna vulnerable, provocando angustias que pueden mortificarnos sin cesar. Habiendo esta contingencia, capaz de transformarnos de modo radical, dejándonos sin una base que nos otorgaba serenidad, puede sentirse predilección por evitar esas aventuras. Ésta es la línea que transitan cuantiosos semejantes; lo raro es encontrar héroes dispuestos a contradecirlos.
Lo esencial en un imbécil es que no piensa por su propia cuenta. Resalto que aludo a personas aptas para hacerlo; no me refiero a situaciones causadas por accidentes o enfermedades. Voluntariamente, habría entonces sujetos que omiten esa clase de actividades, por lo cual son dignos del improperio. Huelga decir que el fenómeno es masivo, creciente e intenso. El problema es que pretenden la veneración de su estupidez. En efecto, tienen la convicción de que todos deberían imitarlos, considerando superflua cualquier disputa. En sus vidas, como regla general, no se reconoce la necesidad de complicarse con esas labores; por ende, contravenir esto sería un desatino. Ésta es la norma que, cuando son mayoría, se procura imponer al resto de los individuos. Sus convenciones tendrán ese objetivo; en consecuencia, los castigos se infligirán al mortal que resista el acatamiento de tan absurda idea. Según esta perspectiva, los premios tienen que concederse sólo cuando se haya terminado con esa manía de meditar. Hermanados por una uniformadora idiotez, esos seres merecerían el enaltecimiento.
Entre gente que no gusta del debate, las críticas son recibidas con desprecio. Conforme a este parecer, la única obligación que se cuenta es reproducir sus actitudes. Podríamos estar frente a costumbres disparatadas, bárbaras e inhumanas; empero, se insiste en que no debemos cometer el atrevimiento de rechazarlas. Su sosiego estaría condicionado a la falta de individuos con espíritu contestatario, por lo que se hace todo para impedir su multiplicación. No es accidental que, desde los primeros años, se conciba el obedecimiento de mandatos como lo correcto. Las autoridades estarían para ser adoradas. No se tiene que cavilar sobre sus dictados, menos aún analizarlos a fin de concluir si son buenos o malos. La intención es mantener el orden, porque este mundo se encontraría mejor sin los sobresaltos desencadenados por las reflexiones. Se tiene una larga lista de revoluciones que fundaría su temor por esos actos. En ocasiones, un cuestionamiento ha bastado para comenzar la devastación de una realidad que, pese a ser siniestra, se cree perfecta.
Es oportuno precisar que, si bien muchos defienden el deber de no razonar, difamando a sus críticos, pueden conceder ese privilegio a unos cuantos mortales. Ellos tendrían la posibilidad de indicar lo que cabe hacer a los demás individuos. Regularmente, cuando hay ciudadanos sin un mínimo de lucidez, esto se traduce en el triunfo democrático de los tiranos. Porque ese sistema procrea también criaturas de la peor índole; no es sorprendente que tenga diversos detractores. En cualquier caso, tras ser instaurado el despotismo, acostumbra promulgarse la prohibición del libre arbitrio. Tomando en cuenta que un régimen como ése subsiste mientras las personas se mantengan dóciles, los gobernantes adoptan medidas necesarias para preservar su imbecilidad. En busca de disciplinar al hombre que no se siente cómodo con la ordinariez del oficialismo, habrá decretos destinados a restringir su desarrollo. Puede llegarse aun al extremo de condenar a cualquiera que ose ejercitar su intelecto. Con todo, ningún pesar, sea éste social o burocrático, justificaría que satisficiéramos su deseo de contemplar nuestro silencio frente a tanta zafiedad. Además, ser paria en un grupo de necios es halagador.

Nota pictórica. El baño de los vagabundos pertenece a Jean Brusselmans (1884–1953).

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