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Las exquisiteces del Estado de Derecho




En otros términos, las ideas democráticas o las instituciones democráticas no son típicas ni de la aristocracia militar ni de los representantes de las masas populares: son, esencialmente, ideas burguesas.
Raymond Aron

En un país donde los gobernantes son autoritarios y sus numerosos seguidores, bárbaros, el respeto a la Constitución es una extravagancia. Lo normal es el desconocimiento constante de reglas que, para evitar la instauración del absolutismo, fueron establecidas hace bastante tiempo en Occidente. Predomina una cultura que, en vez de reprobar los abusos del poder político, se decanta por aplaudirlos con pasión. La existencia de frenos institucionales, aun cuando sean mínimos, no genera ninguna consideración. Todo admitiría ser abolido sin que haya pesar; nada está prohibido si se cuenta con el respectivo aval ideológico. La comunidad internacional podría pronunciarse en contra de prácticas antidemocráticas, reprendiendo a quienes las hubiesen cometido. Ello no les afectaría en absoluto, pues los dictámenes del mundo civilizado son demasiado excéntricos para su gusto. La realidad que aceptan, envileciéndola sin piedad, no demanda el cumplimiento de órdenes impuestas por tradición alguna, salvo aquélla relacionada con la tiranía.
Lamentablemente, aunque personas de auténtico peso intelectual insistieran, a diario, en explicar las bondades que proteger los derechos fundamentales trae consigo, sus violadores continuarían reproduciéndose. Entretanto la censura sea minoritaria, los políticos supondrán que no es grave consumar ese tipo de arbitrariedades. La tolerancia que favorece a los partidarios del desprecio al individuo, cuyo valor es supremo, nos ofrece un panorama demasiado siniestro. Lo recomendable sería que, sin excepción, los ciudadanos calificaran de dañino, antisocial o criminal el ataque a las libertades. De esta manera, existiendo una condena categórica, la cual obstaculizaría el acceso al Gobierno, la conducta de muchos sujetos sería diferente. El temor a no conseguir las gracias del electorado puede disuadir de perpetrar esas agresiones. Por supuesto, si los hombres prefieren vender sus prerrogativas al cretino que les ofrezca las patrañas más fabulosas, deben olvidarse de tener un demócrata como estadista.
La división de poderes es un principio que se vuelve inaplicable cuando las elecciones son ganadas por los impostores del sistema democrático. Su ordinaria búsqueda de gloria les impide notar cuán importante es amparar ese invento. Porque, vale la pena recalcarlo, estos conceptos vinculados al Estado de Derecho exigen un refinamiento que pocos semejantes tienen. Cuando prevalece la grosería, al igual que el ensalzamiento del héroe, criticar a los mortales adictos al despotismo es extraño. Multitudinariamente, la fascinación tiene como fuente al que, sin vergüenza, promete terminar con el orden republicano. En este ambiente, habiendo forjado un plan maravilloso, nadie debe perjudicar al redentor, por lo que la sumisión sería total. Así, legisladores y jueces se convertirían en meros instrumentos del Ejecutivo. Incluso, sin que implicare grandes reclamaciones por parte de la ciudadanía, podría formalizarse una dictadura, acabando con esa farsa tan notoria cuanto ridícula.
Vivir en una sociedad que proteja la libertad y el patrimonio, además de castigar a las autoridades opresivas, no es una necesidad fisiológica, sino cultural. Esa obra político-institucional que nos legaron las revoluciones de la modernidad, preponderantemente anglosajonas, es fuerte sólo si optamos por apoyarla. Como ha sucedido siempre, el vigor de una idea es concedido por las voluntades que se asocian para propugnarla. No habiendo gente que se sienta seducida por sus encantos, los cuales nos salvaron de varias catástrofes, debe aguardarse la caída en desvaríos retrógrados. Es el riesgo que se corre al adoptar la democracia como medio para dirimir nuestros conflictos públicos; cuando no se fomentan sus convicciones, las calamidades son ineludibles. Mientras los individuos sean formados de acuerdo con lineamientos que consienten el servilismo, oponerse a un régimen totalitario será concebido como un acto raro, exquisito, hasta imperdonable para sus simpatizantes.

Nota pictórica. El circo de los locos pertenece a Witold Wojtkiewicz (1879-1909).

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