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Por la impunidad del insulto





¿Por qué se llega a tener verdadera confianza en el juicio de una persona? Porque ha tenido abierto su espíritu a la crítica de sus opiniones y de su conducta…
John Stuart Mill


En general, exceptuando la violencia física, todo recurso es válido para que un individuo defienda su postura. Es correcto que las agresiones corporales sean censuradas cuando se debate, pues su eficacia no refleja una lógica mayor a favor de quien puede consumarlas. Como es sabido, la destreza con los puños no sirve para rebatir ideas que se crean absurdas. Se puede presentar el caso de un notable polemista que tenga habilidades en ese terreno; sin embargo, si desea encumbrar sus verdades, debe utilizar el arsenal ofrecido por la inteligencia. Respecto a este punto, conviene acentuar que la peor victoria es aquélla fundada exclusivamente en el poder muscular, bélico o económico. Ese tipo de triunfos estará siempre sujeto a revisiones que, con plena razón, lo consideren injusto. Porque ningún despropósito está libre de ser triturado tras su glorificación.
Los insultos revelan una base, así sea incongruente, que puede ser objeto de discusión. Impedir que, debido a la presencia de términos ultrajantes, se reflexione sobre una cuestión determinada es perjudicial. Puede parecer increíble, pero hay sujetos que, a partir de un diálogo, logran enmendar equivocaciones, ampliando su ilustración. Desde luego, cuando algo tan maravilloso como esto sucede, la sociedad resulta beneficiada, ya que esas personas se sobreponen al peligroso mando del error. Porque, aunque no sea la regla, es innegable que las imprecisiones causan también graves daños, llegando a ocasionar agravios irreparables. No debemos olvidar que, a lo largo de los siglos, las aberraciones provocaron grandes masacres. Por ello, mientras sea posible, tenemos que criticar las convicciones del prójimo, pues su conversión es viable. Con este designio, las controversias nunca serán inútiles.
Si nos impulsa el objetivo de iluminar al semejante, es necesario que llamemos su atención, por lo cual vale la pena ofenderlo. Admito que algunos individuos pueden acceder a conversar, aun debatir por escrito, sin que haya necesidad de pregonar su estupidez. Ellos merecen que se los trate con respeto palaciego; pese a sus circunstanciales tonterías, podrían auxiliarnos en la comprensión del mundo. Mas existen otros mortales que no reaccionan sino cuando gritamos claramente nuestra opinión en torno a sus creencias. Frente a éstos, el progreso es imaginable sólo después de intercambiar prejuicios y ataques difamatorios. Una vez que ese preámbulo concluye, podemos considerar el fondo del asunto. Recalco que hasta las injurias más graves pueden ser analizadas dentro de un marco racional. El reto está en pasar esa fase sin prender fuego al interlocutor.
El derecho a insultar no debe contemplar ningún fuero. En todas las épocas, para evitar críticas al poder, se ha tratado de penalizar el ataque a los gobernantes. Bajo el pretexto de salvaguardar una investidura oficial, las autoridades castigaron a quienes optaron por manifestar su desacuerdo. Es que, al margen de las palabras empleadas, el detractor tiene esa finalidad, merced a la cual debe recibir nuestro apoyo. Si su protesta es por la conducta inmoral de un burócrata, cualquier frase que diga será legítima y, además, suficiente para iniciar una disputa acerca del tema. No podemos permitir que una supuesta indelicadeza prohíba esos debates, privándonos de convivir con mejores hombres. No interesa que el ofendido sea un particular, servidor público, maestro, condiscípulo o colega: nadie está exento de ser ferozmente invitado a debatir sobre sus sandeces.

Nota pictórica. La ahogada es un obra de Vasily Perov (1834-1882). 

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