Fui hacia
el comunismo como quien va hacia un manantial de agua fresca y dejé el comunismo
como quien se arrastra fuera de las aguas emponzoñadas de un río cubiertas por
los restos y desechos de ciudades inundadas y por cadáveres de ahogados.
Arthur Koestler
Es difícil concebir una sociedad en donde, aun cuando
haya terror gubernamental, no existan individuos que rebasen las fronteras
literarias, incluso estrictamente académicas, para llevar a cabo acciones políticas,
cuestionando los abusos del poder, formulando propuestas radicales o incitando
a la rebeldía. El compromiso intelectual es una convicción que, con fervor, ha
sido adoptada por numerosos autores. Desde la época de Voltaire, podemos
encontrar personas que siguieron esta línea. Por ejemplo, en Hispanoamérica, el
siglo XIX nos obsequió la presencia de un gran escritor y estadista, Domingo
Faustino Sarmiento; con certeza, su país cambió gracias a las proezas que supo
consumar. México tuvo también la marca de Octavio Paz, un escritor cuya trascendencia
fue mundial. Es imposible historiar el pensamiento en esa nación sin mencionar
al ensayista de La otra voz,
dueño de cavilaciones que incitaron a comenzar diversos debates.
Respecto a Bolivia, de acuerdo con Salvador Romero Pittari, la figura del
intelectual puede ser advertida, por primera vez, merced al extraordinario
Alcides Arguedas Díaz, hombre que, como lo hizo Unamuno, su ilustre amigo, no
dudó en denunciar necedades colectivas.
Ahora bien, si me
preguntaran quién es hoy el intelectual de habla española más valioso, mi respuesta
sería inmediata y categórica: Jorge Mario Pedro Vargas Llosa. Las razones que
fundan este juicio son varias; sin embargo, prevalece su defensa del liberalismo,
doctrina que yo amparo con intransigencia. Es que leer los razonamientos del
autor de Los cachorros deja percibir,
sin dificultad, el apego a nuestro ideario. Pero la cruzada liberal de Vargas
Llosa ha sido producto de una evolución que, afortunadamente, lo llevó de la izquierda
revolucionaria a la doctrina propugnada por Locke, Popper, Nozick y Revel, entre
otros pensadores. Esta rarísima conversión, ya que lo usual es persistir en las
majaderías del marxismo, justifica su conocimiento. Por ello, buscando aclarar
los motivos que lograron causarla, cometo la osadía de intentar su explicación.
En el popular bando de la izquierda
Desde que aprendió a leer en Cochabamba, Vargas Llosa
ha tenido una relación cercana con la literatura. Nadie puede negar su voracidad
en ese campo; él está lejos de ser un escritor sin cultura bibliográfica. Esta
virtud le permitió conocer pronto a incontables narradores, poetas y
dramaturgos. Así, su vida fue signada precozmente por esa clase de aficiones. Asimismo,
sin mucha demora, la idea de que, comprometiéndose con las letras, podía
provocar cambios sociales, políticos, culturales, se le presentó con toda su
fascinación y nunca lo abandonaría. Acontece que, luego de haber dejado el
Colegio Militar Leoncio Prado -institución que le hizo tomar consciencia de
cuán diversa era la sociedad peruana-, nuestro escritor convenció a su tiránico
padre, Ernesto J. Vargas, de que lo dejara estudiar en la escuela San Miguel de
Piura. Esto imponía un cambio de residencia, pues debía trasladarse a esa
ciudad, al lado del venerado Luis Llosa, su tío Lucho. Por cierto, mediante
este familiar, al que quiso como un padre, don Mario conoció a su primera esposa,
Julia Urquidi, la famosa tía Julia; también, estrechó los vínculos con su prima
hermana, Dorita Llosa, hija de ese apreciado pariente y quien sería su segunda
cónyuge.
La estadía en casa del
tío Lucho fue determinante para su compromiso intelectual. Sucede que, debido a
la experiencia que había tenido en el diario La Crónica, Vargas
Llosa consiguió un puesto en el periódico La Industria. Esto fue importante
por vivencias bastante concretas. En primer lugar, debo anotar que, ejerciendo
sus funciones periodísticas, él conoció de la aventura del Movimiento Nacionalista
Revolucionario y, tal como lo expresa en sus memorias, El pez en el
agua, eso le hizo sentir que las injusticias podían ser acabadas sólo por
medio de esas turbulentas acciones. Ello implicaba el respaldo a una ideología
que su amado familiar profesaba: el socialismo. Porque, si bien Luis Llosa le
aclaró el significado de variados conceptos políticos, su orientación izquierdista
era evidente. De esta manera, lo natural era secundar la inclinación del pariente
más querido. Pero, además del suceso boliviano y las perjudiciales enseñanzas hogareñas,
la defensa de los postulados izquierdistas se consolidó por culpa de un libro
que leyó nuestro autor cuando estaba en la adolescencia: La noche quedó
atrás, de Jan Valtin. En esta obra, un comunista narra los infortunios que
soportó durante la opresión del régimen nazi. Ese volumen fue catastrófico,
pues fortaleció el convencimiento de que, a través del socialismo, se hallaba
un paraíso terrenal.
El trabajo en La
Industria posibilitó algo más. Pasa que el director del suplemento literario,
Carlos Ney Barrionuevo, presentó a Vargas Llosa al par de escritores que lo
invitarían a la acción política, terminando con una concepción purista del
oficio. Dicha persona fue quien le dispensó lecturas de Malraux y Jean-Paul Sartre.
El impacto de las nuevas ideas excedió lo conocido hasta ese momento. Es célebre
la devoción que tuvo nuestro autor por el filósofo francés, quien, durante
varias décadas del siglo XX, llegó a ser ensalzado a nivel mundial. En su descargo,
reconozco que la primera etapa de Sartre resulta seductora para quien defiende
radicalmente la libertad. Mas el amante de Simone de Beauvoir no forjó
sólo El ser y la nada, El existencialismo es un humanismo ni La
náusea, sino también Crítica de la razón dialéctica, ese bodrio favorable al colectivismo. Por
suerte, la pasión por ese pensador no le duró para siempre, llegando aun a
quitarle méritos literarios cuando se celebró el centenario de su nacimiento.
Posteriormente, este Vargas Llosa, que ya es izquierdista y admirador de Sartre, terminó el
bachillerato. Correspondía entonces obtener un título profesional. Con esta finalidad,
en un acto de rebeldía, él se decantó por inscribirse a la Universidad Nacional
Mayor de San Marcos, descartando a la Pontificia Universidad Católica del Perú,
que, por su nivel social, resultaba congruente con el escribidor. Esta decisión
es asimismo provechosa para nuestro análisis. Es que, desde los primeros días
de universitario, nuestro autor se relacionó con estudiantes de la misma
orientación ideológica, tales como Lea Barba y Félix Arias Schreiber. Como
ellos se reunían para conversar sobre cuestiones marxistas, entre otros temas,
una malaventurada jornada, alguien los invitó a formar parte de un grupo de estudios.
Era el primer paso para integrar Cahuide, nombre con que operaba clandestinamente
el Partido Comunista del Perú. Por este motivo, Vargas Llosa leyó muchas sandeces
de Marx, Engels, Lenin y demás pensadores del terror. La experiencia duró más
de un año, pero, aunque él llegó a ser instructor de una célula, hubo siempre
dudas acerca de lo acertado del ideario y dogmas que debía defender. Por ello,
en enero de 1956, sin mucho pesar, se afilió al Frente Nacional de Juventudes
Democráticas, que apoyaba la candidatura de Fernando Belaúnde Terry, a quien
nuestro autor llegó a servir como escritor de discursos. En síntesis, descartó
el comunismo, pero amparaba aún a la izquierda. No sólo esto, ya que, debido a
la brutal forma de acabar con la rebelión húngara, en 1956, el novelista
de La ciudad y los perros reprobó el proceder de la Unión Soviética.
Esta irritación se repetiría en 1968.
En enero de 1958,
Mario Vargas Llosa conoce París; luego, fija su domicilio allí. Un año después,
en esa ciudad, junto con otros intelectuales, celebraría el triunfo de la Revolución
cubana. A partir de ese hecho, su respaldo al castrismo será excepcional. Esto
se vuelve patente cuando visita Cuba, en 1967, y, acompañado de algunas
personas, conversa con el autócrata. En una crónica que compuso al respecto, publicada
bajo el título «De sol a sol con Fidel Castro», lo describe como una «fuerza de
la naturaleza», subrayando su tolerancia frente a las críticas y las ideas
heterodoxas que profesaba. En cuanto a ese acontecimiento, destaco que, cuando
alguien preguntó a Castro sobre la razón que impedía publicar a escritores
disidentes, él respondió que, como no tenían mucho papel, le parecía injusto gastarlo
en autores críticos, enemigos de la gesta revolucionaria, pues había que usar
ese material en dar a conocer textos educativos; no obstante, según él, cuando
hubiera excedentes, publicarían a todos, porque no temía ninguna crítica. Por supuesto,
era una patraña que inventó ese sanguinario idiota para mostrase tolerante.
Poco tiempo después, los críticos serían, además de censurados, castigados con
suplicios carcelarios.
Más tarde, la relación
con Fidel cambiaría. Entre el 5 de enero de 1968 y el 20 de agosto del mismo
año, Checoslovaquia vivió un período de liberalización política: la Primavera
de Praga. Lamentablemente, el totalitarismo de los soviéticos impedía cualquier
disidencia; en consecuencia, se determinó fulminar esa romántica e inverosímil
idea de crear un socialismo con rostro humano. Esto molestó a Vargas Llosa, por
lo que volvió a cuestionar al Kremlin. La novedad fue que las arbitrariedades
de Moscú fueron respaldadas por Castro, quien ya vivía a expensas del monstruo rojo.
Desde luego, contradictor de los despotismos, nuestro escritor criticó a su
antigua fuente de admiración. Después de esto, en una saludable decisión, la
ruptura sería irreversible.
Respecto a Castro, conviene
hacer una precisión relacionada con Octavio Paz, intelectual que jamás aprobó
las alabanzas al dictador. Mientras incalculables escritores de Latinoamérica festejaban
lo que había pasado en Cuba, el autor del libro El laberinto de la soledad permanecía escéptico. En esa época, por
sus lecturas y experiencias, él ya intuía que se trataba de otro caudillo,
alguien dispuesto a no consentir ningún límite, menos todavía uno republicano,
para satisfacer sus deseos. Si las abominaciones del estalinismo le habían
causado indignación, por lo que las denunció sin temor a la devoción comunista
de incontables amistades, él no tuvo problemas en atacar al déspota. Tuvieron
que pasar varios años, signados por acusaciones de la peor índole, para
respaldar esa postura. Porque el desencanto con la dictadura caribeña demoró en
concretarse. Lo importante es que, aunque hubo retrasos, muchos intelectuales
pudieron percatarse del oprobio. Hoy, salvo los imbéciles de siempre, nadie
discute lo fundamental que fue Paz para revelar los crímenes del comunismo.
Abandono
del estalinismo caribeño
Tal como ya lo señalé arriba, la relación de Vargas Llosa
con Fidel Castro fue afectada por los abusos soviéticos en Praga. Pese a ello,
nuestro escritor confiaba todavía en las promesas de un mundo mejor que habían
hecho los revolucionarios. No cabe duda de que, siendo literato, a él le
interesaba lo concerniente al terreno cultural. Es oportuno resaltar que, por
sus méritos personales, el creador de Los
jefes formaba parte del Consejo de Colaboradores de la revista Casa de las Américas, donde imperaban
los dictados de Haydée Santamaría. Esto fortalecía el vínculo con las letras
cubanas, ramificado en amistades de distinto género. La relación con uno de
ellos en particular, el poeta Heberto Padilla, es vital para entender nuestro
tema.
El régimen consideró
que Padilla había incurrido en actos reprochables. El problema giraba en torno
a críticas que, sin interesar su buena fe, se rechazaban de manera total. La
pretensión era no contar sino con escritores que alabaran las prácticas y los
planes del castrismo. Naturalmente, cuando esto no pasaba, se activaban
mecanismos que procuraban la corrección del insumiso. Así, luego de someterlo a
las agresiones que caracterizaban al régimen, se le exigió consumar una
declaración tan forzada cuanto ultrajante. En esa deplorable ocasión, junto a
otros mortales que habían tenido la misma suerte, se aceptaron las acusaciones
formuladas por los agentes del horror. Gracias a esta farsa, la reputación del
sistema habría sido purificada. Por fortuna, tanto Mario Vargas Llosa como
muchos intelectuales del extranjero no se creyeron esa mentira y, sin demora,
dieron a conocer públicamente su insatisfacción con lo sucedido.
Enemigo de las
críticas, Castro llamó canallas a los escritores que, como nuestro autor,
osaban cuestionar su proceder. Tras esta reacción, el creador de La civilización del espectáculo decidió
alejarse de Casa de las Américas.
Para ello, el 5 de abril de 1971, dirigió una carta a Santamaría. Este
distanciamiento produjo una consecuencia previsible: un nuevo ataque a Vargas
Llosa. La cortesana del tirano le recordó que ellos habían hecho mucho por acrecentar
su renombre; en consecuencia, obrar como lo hizo era una suerte de ingratitud. El
20 de mayo del mismo año, por efecto de ésa y otras réplicas, don Mario
redactaría una misiva que, acompañada de la firma de muchos escritores, marca
el fin de su apoyo al castrismo. Concluyó así el entusiasmo que un grupo de
civiles despertó al vencer una dictadura corrupta, débil y sin apoyo internacional
de importancia.
El
despertar de la siniestra pesadilla
Luego del desengaño revolucionario, la lectura de
algunos autores le mostró el camino que guardaba coherencia con sus
convicciones. Ya no había prejuicios ideológicos que, bajo amenaza de reprimenda
o expulsión, impidieran la consideración de quienes eran vituperados por sus
antiguos camaradas. Popper fue uno de esos notables pensadores, cuyo volumen
más comprometido, La sociedad abierta y
sus enemigos, cautivó a nuestro escribidor.
Ese filósofo le enseñó que, desde Platón hasta Marx, se había tratado de levantar
una obra totalitaria, aborrecible para quienes, como él, desean una vida sin
sujeciones humillantes. En cuanto a esas lecturas, debe señalarse también la
influencia de Isaiah Berlin, puesto que sus reflexiones filosófico-políticas
sirvieron para conocer distintos aspectos del máximo valor amparado por Vargas
Llosa. Finalmente, en un acto de justicia, no se perdonaría relegar a Carlos
Rangel, intelectual que, hace varias décadas, supo refutar las tonterías del
tercermundismo, contraviniendo una tradición marcada por la envidia e imbecilidad.
De acuerdo con lo
sostenido por Enrique Krauze, el abandono del socialismo se hace manifiesto en
1978. En un texto publicado al comenzar ese año –«Ganar batallas, no la guerra»–,
Vargas Llosa exterioriza su convicción de que, para terminar con las
injusticias, cuyas derrotas son siempre parciales, propugnar la ideología del
colectivismo no era lo aconsejable. Todos los experimentos engendrados por Marx
demostraban lo equivocado y peligroso que era ese camino. Con claridad, el
siglo XX nos probó cuán dañina podía ser esa doctrina que había sido generosa
únicamente en vilezas. Es cierto que el absurdo de la Unión Soviética se
mantenía vigente; no obstante, sin ninguna guerra de por medio, su implosión
sería total. Porque, vale la pena resaltarlo, el régimen cayó por lo inviable
de un sistema que, para forzar su existencia, recurrió a vejámenes, invasiones
e incontables abusos.
Ya se contaba con el
pronunciamiento acerca del final de una enfermedad; empero, faltaba que la conversión
fuese completada. Ese convencimiento definitivo, esa idea de que el liberalismo
era la corriente certera, aun cuando no se caracterice por las fórmulas inflexibles,
se produjo en 1979. Ocurrió que, por iniciativa del economista Hernando de Soto,
se organizó un encuentro de liberales en el Perú. Entre los participantes más
ilustres, estaban Hayek, Revel y Milton Friedman. La exposición de esos maestros,
así como todas las ideas que se plantearon allí, fue útil para confirmar lo
acertado del giro ideológico. A partir de ese suceso, sin que nada lo hubiese obligado
a incurrir en retractaciones, Mario Vargas Llosa se convirtió en un brillante
defensor de nuestra doctrina. No ha interesado el escenario; ante cualquier auditorio,
por más impopular que resulte, su amparo de las ideas concebidas por Locke es
siempre inequívoca. Esa cualidad lo hizo aceptar desafíos tan significativos
como una pugna por la presidencia.
La
heroica defensa del liberalismo
El 20 de julio de 1987, en una declaración cargada de
imbecilidad, el presidente Alan García Pérez anunció que estatizaría las compañías
de seguros, la banca y las entidades financieras. Frente a esta noticia estremecedora,
el liberal Vargas Llosa decide oponerse públicamente al deseo del gobernante. Encolerizado,
no demora en escribir un texto titulado «Hacia el Perú totalitario», pues, con
absoluta razón, entendía que esa medida conllevaba un avance en el afán de
abatir la libertad individual. Publicado el 2 de agosto en El Comercio, ese ensayo fue la primera de las acciones que ejecutó
para defender sus principios. Después, el 21 de agosto del mismo año, se realizó
un multitudinario encuentro en la plaza San Martín. El propósito del acto era
repudiar, tal como se lo había hecho por medio de manifiestos y otras
declaraciones públicas, la insensatez que defendían los oficialistas. Dado que
había sido uno de sus gestores, nuestro autor tomó entonces la palabra y habló
ante 130.000 personas. Fue tan grande aquella movilización, desprovista de
colores partidarios, que la nacionalización no se consumó, favoreciendo al conjunto
de la sociedad. En definitiva, se trató de una victoria que traería consigo mayores
tentaciones.
Ante la carencia de hombres
lúcidos y decentes que pudieran asumir grandes desafíos políticos, el reto
presidencial fue planteado por no pocos amigos. Todos estaban entusiasmados, ya
que el descalabro de la estatización había sido fulminante. Era posible vencer
al populismo y sus miserias en el Perú. Además, considerando su protagonismo en
esa hazaña, correspondía que nuestro autor asumiera la misión. Con este
propósito, fue creado el Movimiento Libertad, facción que, junto con Acción
Popular y el Partido Popular Cristiano, constituirían el Frente Democrático,
bloque llamado a instaurar una sociedad abierta en el país donde nació Vargas
Llosa. Es menester acentuar que su programa político fue una clara prueba de
cuánto confía en el liberalismo. No hubo en sus propuestas ningún espacio para
la demagogia ni las tonterías del Tercer Mundo. Por desventura, un candidato
que, pocas semanas antes del final de la época proselitista, no parecía tener
ninguna relevancia, cambió todo lo imaginado hasta ese instante. En efecto,
respaldado por grupos evangélicos y gracias al desprestigio de la política
tradicional, Alberto Fujimori sería una marea con crecidas incontrolables. Don
Mario lo derrotó en la primera vuelta; sin embargo, los resultados le serían adversos
cuando los peruanos debían decidir quién regiría sus destinos gubernamentales.
Con todo, su derrota electoral no moderó el deseo de cuestionar las situaciones
que, sin importar su envergadura o aun nacionalidad, resultan dañinas para la
libertad. Así, como intelectual exento de cargas burocráticas, él continúa protagonizando
nuestras contiendas.
Con seguridad, el cambio de
postura ideológica no fue accidental. Existían razones que lo presionaban para
lograr esa transformación, ese amparo de la única doctrina compatible con el escozor
causado por las tiranías. Porque, si bien hubo un levantamiento incorrecto de
banderas, incluso en su época más disparatada se podían divisar ideas que
permitirían esa conversión. Para probar esto, nada mejor que recordar una frase
pronunciada cuando Mario Vargas Llosa recibió, en 1967, el Premio Internacional
de Literatura Rómulo Gallegos, pues revela su inestimable naturaleza: «Es
necesario que sepan que la literatura es como el fuego, significa disidencia y
rebelión, que la razón de ser del escritor es la protesta, la contradicción, la
crítica». Cabe agradecerle por mantener, contra viento y marea, esa meritoria
posición. Su patrocinio de la libertad es una excepcional defensa que vuelve realizables
nuestros anhelos.
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