El
enemigo no es un demonio maloliente ni el sistema
todopoderoso, sino nuestra servidumbre voluntaria, esa afición tan común a
cerrar los ojos y dormir tranquilos, suceda lo que suceda.
André Glucksmann
Debemos
rechazar que las únicas opciones sean los dogmas, la frivolidad o cualquier
especie de indiferencia. No tenemos por qué renunciar a la lucha librada en
contra de las diversas expresiones del oscurantismo. Es fácil seguir el camino
que marcaron quienes se ocuparon de sortear todo contacto con la cultura. Sin
duda, las instituciones nos incitan a tomar esta ruta; empero, en muchas
ocasiones, su seguimiento ha demostrado ser perjudicial. No tiene que
afectarnos la inclinación del prójimo, menos aún si es aprobada por numerosos
mortales. Esta vida puede ser aprovechada de manera distinta. Nuestra rebelión,
la única que justifica esfuerzos incesantes, parte del individuo, respalda su
desarrollo intelectual y jamás los traiciona. Teniendo esta convicción, consumamos
la misión de vivir del mejor modo posible. Una genuina emancipación se divisa
por esa vía.
Si
uno quiere vivir conforme a ideas que no hayan sido fabricadas sólo en busca de
lucro, debe prepararse para enfrentar grandes obstáculos. Esta época intenta
dejarnos sin alternativas, atacando las empresas que persiguen fines loables. Se
aconseja el sometimiento a cambio de migajas que nos trastornan. La norma es
que nos satisfaga el ambiente en donde vivimos, renunciando al derecho a formular
críticas, demandar avances, apoyar sublevaciones. A nuestro alrededor, con pocas
excepciones, hallamos hechos que pueden servir de pretexto para eludir esa cita
con la conquista del destino. Porque éste, dios de quien se opone a ser
enteramente libre, tiene que caer bajo nuestro dominio. Se tratará de un
apoderamiento violento; no cabe pedir permisos, esperar favores ni conceder clemencia. La exigencia es que impongamos el reconocimiento al privilegio de construirnos
a nosotros mismos.
Todo
progreso se origina en una decisión que, ejerciendo su incuestionable autoridad,
adopta el individuo. Desde nuestra irrupción en el mundo, tenemos la
posibilidad de probar que somos valiosos, útiles, necesarios para su
desenvolvimiento. Cada uno está en condiciones de ocupar cualesquier cumbres. Es
verdad que, por innumerables causas, esto no se realiza siempre. Nunca faltarán
las adversidades que provoquen desalientos. Mas hay que tener el coraje
suficiente para dejar de lado la mediocridad y empezar un auténtico ascenso.
Merecemos otra realidad, un panorama generoso en cuanto a dichas se refiere.
Conformarse con agotar los años sin agitar el espíritu es irrebatiblemente
lamentable. No se reconoce ningún tiempo que haya motivado la falta de interés
en su explotación. Aun los segundos deben ser testigos de una resistencia
creciente a la imbecilidad.
Cuando
nos toque respirar por última vez, únicamente importará la calificación que
otorguemos a nuestra vida. No existe ningún discurso fúnebre que sea idóneo
para suplir el dictamen del difunto. Esta potestad implica una serie de tareas
y responsabilidades que no pueden rehusarse. Estamos obligados a procurar ser
los mejores jueces, ejerciendo las autocríticas menos indulgentes que sean
concebidas. Un deber que se acepta tiene que ver con la formación filosófica.
Si se nos ha conferido el privilegio de juzgar lo hecho en la Tierra, conviene
emitir un veredicto que sea contundente. Por supuesto, para cumplir esa labor,
se vuelve necesario trabajar en el campo del pensamiento. Merced a estas actividades,
advertiremos cuáles son las miserias e infamias que nos impiden saciar ese
anhelo de ser soberanos, fundamental para quienes apuestan por el espíritu
crítico.
Nota
pictórica. El hombre rojo es una obra
de Susan Rothenberg.
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