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Bajo el impulso del anarquismo

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Obediencia no es bondad. La excesiva domesticación paraliza en el hombre las más loables inclinaciones, cierra a la personalidad sus más originales posibilidades.
José Ingenieros
La veneración de cualquier género de autoridad es desdorosa. Yo lo veo como un acto indignante, aciago, lesivo a nuestra individualidad. Lo normal debería ser que no aceptáramos someternos plácidamente al dictado de una entidad o cargo alguno. La resignación es el único estado que vuelve posible admitir esas concesiones, al margen de su valía, impuestas en nombre del orden. Estamos hablando de cercar la libertad, violentar una facultad esencial; por tanto, permitir aquello tiene que ser apenas tolerado cuando se ha llegado a preciar ese valor supremo del hombre. El fastidio que genera la idea de acatar mandatos sólo por tener esta condición, sin importar su cordura, es un criterio adecuado para ponderar nuestra decencia. Es primordial suponer que esa docilidad debe originar una retribución de tipo personal, pues, por ejemplo, el alegato del bien común no motiva su puesta en práctica. Soportar una circunstancial subordinación, considerando lo anterior, estaría condicionado a que obtuviéramos beneficios al hacerlo. Lo juicioso es entender esos límites como un aporte inevitable a las asociaciones que, aunque intentemos cambiarlo, precisamos para subsistir. Porque hay urgencias que tornan forzoso el hecho de mantener lazos sociales; la soledad tiene diversas bondades, pero cuenta con insuficiencias. El deseo de suplir esas carencias es lo que nos hace comportar regulaciones foráneas. Subrayo que no se lo hace por gusto, sino a causa del poder de una necesidad incuestionable. En este sentido, no corresponde alentar ninguna obediencia que sea jubilosa ni, todavía menos, adorar al representante del sistema. La existencia de funcionarios llamados a hacer cumplir las normas comunes es lógica, por cuanto los problemas relacionados con su observancia son ineludibles. Es cierto que se trata de una tarea elemental; no obstante, su exaltación resulta infundada. Son innumerables las arbitrariedades que se perpetran cuando se divinizan esos ministerios. Teniendo en cuenta esto, el derecho al desacato es un privilegio que los individuos nunca deben negociar.
La jerarquía que, soslayando sus repercusiones éticas, ha sido establecida para legitimar el dictado de órdenes es una invitación al recelo. Destaco que ninguna tradición institucional debe terminar con las dudas acerca de su relevancia; los años, aunque permitan percibir cierta estabilidad, no garantizan perfección. Al respecto, me parece imprescindible que no se clausuren debates, sean éstos dirigidos a consagrar u obstaculizar la vigencia de reglas determinadas. Nada puede quedar fuera del examen que uno efectúe con miras a corregir falencias. Pueden elaborarse mecanismos que asombren por su eficiencia, funcionen con una precisión insuperable; la cuestión radica en el objetivo perseguido. Esto es algo que no podemos dejar de analizar. A veces, la ejecución de planes administrativos no conlleva un final que pueda estimarse positivo. Es bien conocido que la razón fue utilizada, en ámbitos de variada laya, como un instrumento. Por este motivo, no extraña que a uno le inquiete estudiar su empleo y, asimismo, al encargado de realizarlo. El conocimiento de la metamorfosis que suele sufrir una persona cuando, por diversos factores, tiene mayores potestades debería servirnos para conservar la desconfianza. No propongo una obligación de alimentar paranoias que nos impidan el acceso a los goces vitales; expreso un convencimiento ligado al aprecio sentido hacia la libertad. Solamente quien resiste, hasta el último momento, su sometimiento a esa férula demuestra que ha comprendido cuánto vale. Recordemos que, durante todas las épocas que los hombres han habitado este planeta, el ejercicio del poder jamás careció de imperfecciones. No ha existido ninguna dimensión que se mantuviera límpida; por el contrario, la excepción es encontrar un lugar donde los abusos sean desconocidos. Las opresiones se dieron a diferente nivel, llegándose al sadismo con una frecuencia que espeluzna. Por fortuna, la tentación de participar en insurrecciones nació junto con el anhelo del orden perpetuo que, sin disimulo, persiguen muchos sujetos.
Por coherencia, el cuestionamiento de las reglas no debe consentir ninguna frontera. La transgresión es un suceso que puede presentarse en diversos escenarios; mientras actuemos como seres capaces de pensar por sí mismos, no habrá exclusiones acerca de su consumación. Nuestra naturaleza está tentada por una insurgencia que irrumpe aun en los terrenos sacrosantos. Claramente, los embates que tienen por objeto el ataque al Gobierno poseen un atractivo extraordinario. Es fácil que la susceptibilidad se convierta en intolerancia frente a las expresiones del poder político, peor aún si éste se halla marcado por el latrocinio. Habiendo aceptado limitar una parte de nuestra soberanía para que otros protejan las facultades elementales, nos exasperamos tras conocer del exceso cometido bajo ese pretexto. Cuando esa invasión estatal que debía ser mínima, perceptible en la vida privada con dificultad, muestra perversiones, se hace imperativo forzar su retroceso. En este caso, aludimos al inmortal combate que nos pone frente a la burocracia, fuente regular de irritaciones. Además, sobresaliendo por la escasez, los provechos de las normas externas tornan indefendible su vigencia. En suma, el punto tiene que ver con un injustificado sacrificio del individuo, una falta de proporcionalidad entre cesión y contraprestación. Convengamos en que toda restricción a las libertades debe ser motivada, pero no sólo al establecerla, sino también durante su permanencia. La omisión de esto equivale a una ruptura que nos devuelve esa plenitud menoscabada en aras del orden ya enunciado. Es el supuesto que desencadena la insumisión, el levantamiento destinado a terminar con las sujeciones. Porque tenemos una prerrogativa que nunca nos abandona: tanto la familia como el grupo social, sumados al Estado, pueden ser víctimas de nuestra irreverencia.
La rebelión que se apoya únicamente en los músculos y el coraje tiene graves deficiencias. El rechazo a las normas que, bajo amenazas punitivas, tratan de regular nuestras relaciones no debe ser desatado por caprichos. Un insensato que se escuda en reacciones viscerales, absteniéndose de trabajar con la razón, para cuestionar disposiciones del exterior no debe recibir elogios. Ser un revoltoso, alguien que tiende a la indisciplina por efecto de argumentos pueriles, es incompatible con lo expuesto en estos párrafos. Es menester reforzar el instinto que nos mueve a defendernos de esas agresiones externas. La resistencia es una situación que nos coloca en donde no han morado los gaznápiros. Oponerse al carácter obligatorio de un precepto debe fundarse en alegaciones sobre su nocividad, por lo cual las meras consignas que animan ese proceder quedan descartadas. Nadie puede construir un orden sin ideas que lo sustenten; estando aquí la base, el uso de la fuerza –esa suerte de acción pura– es un complemento. No encomio al mortal que, debido a su necedad, ignora la trascendencia de propugnar el quebrantamiento del código instaurado por un régimen. La subversión es un acontecimiento que, cuando alberga seriedad, produce cambios o, por lo menos, causa desequilibrios, los cuales pueden contribuir a materializar las ansias de contar con una realidad distinta. Por consiguiente, los enemigos de las coerciones institucionales tienen que fundamentar su postura, explicando aquellas razones dirigidas a devastar la estructura del sistema. El reto está en saber por qué aniquilaremos las piezas de cualquier armatoste creado para regularnos. Acaso esa ilustración sea el camino que nos conduzca, con mayor acierto, a la felicidad.
Nota pictórica. San Jorge es una creación que August Macke concluyó en 1912.

Comentarios

Sofia Amelén ha dicho que…
Te doy la razón en gran parte de las cosas. No en su totalidad.

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