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La nociva trascendencia de lo marginal

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Al valorar una idea, no se debe ponderar la edad, sexo, patrimonio, nacionalidad o raza del mortal que ha gestado el planteo. Mientras sea factible, los pensamientos tienen que analizarse sin tomar en cuenta esas particularidades, esos factores relacionados con el azar y los mandatos externos; sublimar la importancia de tales cuestiones implica restringir, aun abrogar, la libertad. Ante todo, hay que preguntarse por la solvencia de las reflexiones, para lo cual no es fundamental constatar dichos rasgos del autor. Solamente los veneradores del determinismo se preocupan por endiosar esas características personales, pues suponen que su conocimiento posibilitará descubrir al verdadero hacedor de la proposición. Es que, conforme a esta postura, cada uno sería un conjunto de influencias privado del menor albedrío. Esto quiere decir que, si no pretendemos ser considerados meros objetos, simples instrumentos, corresponde desdeñar las peculiaridades en pro de una inquisición sustancial del parecer.

Nadie debe jactarse de haber nacido en la época que lo hizo. El comienzo de nuestra existencia está marcado por la negligencia, voluntad o desenfreno del prójimo. Aun cuando denote gracia divina, la concepción es un hecho que llega sin consultarnos sobre las circunstancias deseadas para el alumbramiento. Siguiendo esta línea, tampoco cabe infatuarse de los años que uno cuenta, peor todavía emplearlos como garantía del brillo irradiado por nuestras premisas. Pasa que la idiotez no es exclusiva de ninguna edad; asimismo, el esplendor intelectual se puede presentar en infantes, mozos, adultos y ancianos: el paso del tiempo asegura desgaste físico, mas no prescribe los ritmos mentales. Lo que interesa es el tino del razonador; sus años, aunque sean pocos, no deben convertirse en subterfugios ni causar indulgencias. En definitiva, exceptuando el caso de las pesquisas biográficas, la edad que tiene un pensador no es esencial para evaluar sus apreciaciones.

La razón es una función vital que tienen hombres y mujeres. Ambos géneros pueden usarla, explotarla e incluso fatigarla. No habiendo preferencias en este ámbito, exigir alabanzas por cualquier ocurrencia femenil merece la misma censura que uno fragua tras enterarse de sandeces masculinas. Un axioma subsiste independientemente del sexo que tenga quien lo ha edificado. Sostener lo contrario es absurdo, tanto como establecer grados fijos de inteligencia a las personas según su patrimonio. Sucede que, para ser válido, el juicio de un potentado necesita del examen al cual son sometidos los dictámenes vertidos por quienes perciben ingresos menores. Las teorías no apelan a la fortuna del que logró construirlas para ganar veracidad, pedir aprobaciones, demandar enaltecimientos; su grandeza deriva de la lógica, en cuyo reino es vano el poder económico. Así, podemos tener la curiosa experiencia de hallar a sujetos racionales en los dominios del empresariado. Sé que suena ilusorio; empero, no estamos libres de presenciar el prodigio, la reconciliación posmoderna entre cultura y peculio.

«La gente mirará hacia atrás, hacia nosotros, encerrados en fronteras, entrematándonos por rayas en los mapas, y dirán: qué estúpidos fueron». Estas palabras pertenecen a La guerra del fin del mundo, conspicua novela de Mario Vargas Llosa; hoy, imaginando a patrioteros e individuos racistas, juzgo necesario recordarlas porque las exaltaciones sustentadas por vínculos con el Estado y árboles genealógicos continúan siendo tan erradas cuanto peligrosas. Postular que una zona del planeta confiere infalibilidad a sus habitantes, motivando cualesquier acciones, resulta plenamente rebatible. Idéntico veredicto debe lanzarse tras escuchar las alegaciones de los que, a pesar del cruento siglo XX, defienden una presunta superioridad étnica. La observación es plausible hasta cuando se trata de criticar orgullos plurinacionales, puesto que ni una extravagancia como ésta suaviza ese disparate; por el contrario, lo agiganta sin pudor.

Nota pictórica. El entreacto es una obra de Honoré Daumier (1808-1879).

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